«¡ Qué manera miserable de morir!»
Poco antes de caer muerto el Cónsul murmuró
BAJO EL VOLCAN
Es un poema dramático. O mejor, una tragedia en verso en prosa.
Un libro, como una muñeca rusa, que contiene otros libros: entre ellos El infierno, de Dante, el Fausto de Marlowe no el del pomposo Goethe y también, ambición de ambiciones, un Tercer Testamento, que termina como un recordatorio de El paraíso perdido, mal de Milton
El cónsul Firmin, poeta fracasado, hombre fracasado, está condenado al infierno que le espera bajo el volcán, en la barranca a donde va a dar su cadáver, como un perro, con un perro: condenado no sólo por sus defectos visibles y por sus virtudes ocultas, sino por una voluntad de autodestrucción contraria a los preceptos de su religión (Firmín no es un pagano, ni siquiera lo parece en México) y aún más, a la civilización que esa religión creó y en la que nació y vive. Aunque convive con el culto indio a la muerte como código de vida, el Cónsul no puede suicidarse y busca que lo mate el mescal o en su defecto, otro mexicano más letal.
Lowry mismo padecía una curiosa manía persecutoria, una de las formas de su paranoia, sin duda, alimentada por el mal mescal suyo de cada día.
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