Loïe Fuller (1862-1928) fue bailarina, coreógrafa, escritora, investigadora, científica…
Tras iniciar su carrera en Estados Unidos y Londres, se traslada a París: ya en el Folies Bergère, trabaja en la creación de nuevas danzas que la llevarían a convertirse en artista de su tiempo, como atestiguan los carteles de Jules Chéret y Henri de Toulouse-Lautrec.
Fue a su vez inspiración absoluta para los artistas del Art Nouveau e importante figura de la Exposición Universal de 1900
Se le considera precursora de la danza moderna americana y sin embargo sus aportaciones tienen más que ver con la escenografía que con la danza: con su uso de la luz y el color, con la manera en la que los proyectaba sobre su cuerpo en movimiento.
No hay distracción posible al suprimir toda dimensión narrativa. Solo hay formas puras. Las crónicas hablan de su completa desaparición en escena…
Su contribución a la presentación de la obra teatral es, para muchos historiadores, tan importante como las teorías de Gordon Craig y Adolphe Appia.
Es, a su vez, conocida su estrechísima relación con el mundo de la ciencia y de la investigación.
La fotografía es solo una excusa para imaginar a Fuller bailando. La danza y quizá incluso más la escenografía, se convirtieron en su vehículo de expresión, donde experimentar con los descubrimientos de la época: desde la electricidad a la radioactividad.
A través de la negación de su cuerpo, cediendo el protagonismo al movimiento de los velos, construía a su vez una imagen de la feminidad completamente distinta, en una época en la que todavía triunfaban las costumbres victorianas.
Su relación tanto con la fotografía como con el cine es ciertamente curiosa: son muy pocas las imágenes de Fuller en el escenario. Ni la fotografía ni el cinematógrafo de la época eran capaces de fijar el remolino de los velos de su espectáculo, y ella era perfectamente consciente.
Y sin embargo también sabía del poder de la imagen para darse a conocer, por lo que usó extensamente su imagen fotográfica en distintos formatos.
Esa magia de la que hablaban tanto poetas como artistas o intelectuales. La de la “Danza serpentina”. La de la ocultación del cuerpo, la ausencia de fondo, de decorados, de historia. Aquella que fascinaba a la audiencia con su control absoluto del escenario, convirtiendo a la luz y al movimiento en los protagonistas de la acción.
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